sábado, 30 de agosto de 2014

Los animales no se visten - Barrett Judi

Los animales no se visten
escrito por Judi Barrett
ilustrado por Ron Barrett

Los animales no deben usar ropa...
...porque sería desastroso para el puercoespín
   ...porque el camello podría usarla en lugares equivocados
      ...porque la serpiente la iría perdiendo por el camino
         ...porque el ratón podría perderse adentro
           ...porque el cerdo la ensuciaría mucho
              ...porque a la gallina le complicaría la vida
                 ...porque el canguro la encontraría bastante inútil
                    ...porque la jirafa quedaría un poco tonta
                       ...porque la morsa la tendría siempre mojada
                          ...porque el reno se enredaría
                             ...porque los lirones la usarían al revés
                                ...y porque sobretodo podría hacer quedar en ridículo a la gente.



martes, 5 de agosto de 2014

Huesito - Ramos María Cristina

Huesito
 
 
 
De regreso del baile,
por la mañana,
en la mitad del puente
cayó la rana.
 
Dio una vuelta en el aire
como de danza
y se rompió el huesito
de una esperanza.
 
Para el que no lo sabe,
cada esperanza
elige algún huesito
donde descansa.
 
Y allí labra su largo
hilo de seda
para tejer más sueños
cuando no quedan.
 
Recostada en su cama
de agua serena
se ha de curar la rana,
pena por pena.
 
Pena por pena, ay, si,
penas de rana,
que se van con el aire
de la mañana.


De hilo blanco - Ramos María Cristina

De hilo blanco

La niña estaba sentada
en la falda de la abuela.
La abuela que nunca teje
cosía un roto para ella.
 
Un pantalón descosido
en el patio de jugar,
en la rodilla que roza
la piedra de tropezar.
 
En la falda de la abuela
la niña estaba sentada,
el aire se fue poblando
de mariposas pintadas.

El hilo iba y venía
hacia afuera y hacia adentro;
la aguja, pájara blanca,
con su cola de silencio.

La abuela cose y no sabe
que el hilo puede alcanzar
para que la niña encuentre
los ojitos de soñar.

Y antes de que el hilo acabe
el aire se ha detenido,
las mariposas se posan
y la niña se ha dormido.

Como un pétalo en declive,
como una flor inclinada,
como un beso que se anida
en la luz enamorada.

Tal vez fuera de hilo blanco
el soñito que soñó
con un vaivén de miradas,
con un secreto entre dedos.

Una aguja iba volando
con una cola de seda.
Una piedrita brillaba
en el patio de la abuela.

domingo, 3 de agosto de 2014

Cuento que sube y baja - Devetach Laura

Cuento que sube y baja

Una vez había y había una vez un caballo azul que tenía trencitas en la cola y riendas de hilo de coser.
Sobre el caballo azul que tenía trencitas en la cola y riendas de hilo de coser, había un señor que tenía bigotes justo debajo de la nariz, y una barba tan larga que se había tejido con ella los pantalones.
Sobre el señor que con su barba se había tejido los pantalones había un sombrero de paja fresca que en la copa tenía un nido de pan y queso.
Sobre el sombrero de paja fresca que en la copa tenía un nido de pan y queso , había un pajarito que hacía ruido cuando comía semillas.
Sobre el pajarito que hacía ruido cuando comía semillas, había un copete de color rojo.
Sobre el copete de color rojo, había un piojo que se llamaba Humberto Raúl.
Y esta es la historia del piojito Humberto Raúl, que fumaba una pipa tan llena de humo, que todos sacaban los pañuelos de saludar trenes y decían "chau, chau", creyendo que pasaba una locomotora.
Y en el va-y-ven y en sube-y-baja, el piojo se dormía sobre el copete de color rojo, que estaba sobre un pajarito que hacía ruido al comer semillas, que vivía sobre un nido de pan y queso, que estaba sobre la copa de un sombrero de paja fresca, que estaba sobre un caballero de bigotes justo debajo de la nariz, y que tenía una barba tan larga que con ella se había tejido los pantalones, que montaba un caballo azul que tenía trencitas en la cola y riendas de hilo de coser.



sábado, 2 de agosto de 2014

Uno y siete - Rodari Gianni

He conocido un niño que tenía siete años. Vivía en Roma, se llamaba Paolo, y su padre era un tranviario. Pero vivía también en París, se llamaba Jean, y su padre trabajaba en una fábrica de automóviles.
Pero vivía también en Berlín, y allá arriba se llamaba Kart, y su padre era un profesor de violonchelo.
Pero vivía también en Moscú, se llamaba Yuri, como Gagarin, y su padre era albañil y estudiaba matemáticas. Pero vivía también en Nueva York, se llamaba Jimmy, y su padre tenía una gasolinera.

¿Cuántos he dicho ya? Cinco. Me faltan dos:

Uno se llamaba Ciú, vivía en Shanghái y su padre era un pescador; el último se llamaba Pablo, vivía en Buenos Aires, y su padre era escalador.
Paolo, Jean, Kart, Yuri, Jimmy, Ciú y Pablo eran siete pero siempre el mismo niño que tenía ocho años, sabía ya leer y escribir y andaba en bicicleta sin apoyar las manos en el manillar. Paolo era triguero, Jean era blanco y Kart, castaño, pero eran el mismo niño. Yuri tenía la piel blanca, Ciú la tenía amarilla, pero eran el mismo niño. Pablo iba al cine en español y Jimmy en inglés, pero eran el mismo niño, y reían en el mismo idioma.
Ahora han crecido los siete, y no podrán hacerse la guerra, porque los siete son una sola persona.



A jugar con el bastón - Rodari Gianni

Un día el pequeño Claudio jugaba en el zaguán, y por la calle pasó un hermoso anciano con los lentes de oro, que caminaba encorvado, apoyándose en un bastón, y precisamente delante del portón se le cayó el bastón.
Claudio fue presuroso a recogérselo y se lo dio al viejo, que le sonrió y dijo:
— Gracias, pero no me sirve. Puedo caminar muy bien sin él. Si te gusta, tenlo.
Y sin esperar respuesta se alejó, y parecía menos encorvado que antes.
Claudio permaneció allí con el bastón entre las manos y no sabía qué hacer.
Era un bastón común de madera, con el mango curvo y la punta de hierro, y no se notaba nada más especial. Claudio golpeó dos o tres veces la punta en el suelo, después, casi sin pensarlo montó a horcajadas el bastón y he aquí que no era más un bastón, sino un caballo, un maravilloso potro negro con una estrella blanca en la frente, que se lanzó al galope alrededor del patio, relinchando y haciendo salir centellas de los guijarros.
Cuando Claudio, un poco maravillado y un poco asustado, logró poner el pie en el suelo, el bastón era nuevamente un bastón, y no tenía cascos sino una sencilla punta oxidada, ni crines de caballo, sino el mismo mango encorvado.
— Quiero probar de nuevo –dijo Claudio, cuando logró recobrar el aliento.
Montó de nuevo el bastón, y esta vez no fue un caballo, sino un solemne camello con dos jorobas –y el patio era un inmenso desierto para atravesar, pero Claudio no tenía miedo y observaba desde lejos, para ver aparecer el oasis.
“Ciertamente es un bastón encantado”, se dijo Claudio, montándolo por tercera vez.
Ahora era un automóvil de carreras, todo rojo con el número escrito en blanco sobre el capó, y el patio una pista ruidosa, y Claudio llegaba siempre el primero a la meta.
Después, el bastón fue una motonave y el patio un lago con aguas tranquilas y verdes, y después una nave espacial que surcaba los espacios, dejando tras de sí una estela de estrellas.
Cada vez que Claudio ponía el pie en tierra el bastón tomaba su aspecto pacífico, el mango lúcido, el viejo herrete. La tarde pasó rápida entre aquellos juegos.
Hacia la noche Claudio se asomó hacia la carretera, y he aquí que ve al viejo con los lentes de oro.
Claudio lo observó con curiosidad, pero no pudo ver en él nada de especial: era un viejo señor cualquiera, un poco cansado por el paseo.
— ¿Te gusta el bastón?, preguntó sonriendo a Claudio. Claudio creyó que se lo pedía, y se lo alargó, enrojecido. Pero el viejo hizo señal de que no.
— Tenlo, tenlo, dijo. ¿Qué hago yo con un bastón? Tú puedes volar, yo sólo podré apoyarme. Me apoyaré en el muro y será lo mismo.
Y se fue sonriendo, porque no hay persona más feliz que el viejo que puede regalar alguna cosa a un niño.



La Gallinita Roja - Byron Barton

Había una vez una gallina roja llamada Marcelina, que vivía en una granja rodeada de muchos animales. Era una granja muy grande, en medio del campo.
En el establo vivían las vacas y los caballos; los cerdos tenían su propia cochiquera. Había hasta un estanque con patos y un corral con muchas gallinas. Había en la granja también una familia de granjeros que cuidaba de todos los animales. Un día la gallinita roja, escarbando en la tierra de la granja, encontró un grano de trigo.
La gallina roja, el valor del esfuerzo, pensó que si lo sembraba crecería y después podría hacer pan para ella y todos sus amigos.
-¿Quién me ayudará a sembrar el trigo?, les preguntó.
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, pues lo sembraré yo, dijo la gallinita.

Y así, Marcelina sembró sola su grano de trigo con mucho cuidado. Abrió un agujerito en la tierra y lo tapó. Pasó algún tiempo y al cabo el trigo creció y maduró, convirtiéndose en una bonita planta.

-¿Quién me ayudará a segar el trigo?, preguntó la gallinita roja.
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, si no me queréis ayudar, lo segaré yo, exclamó Marcelina.

Y la gallina, con mucho esfuerzo, segó ella sola el trigo. Tuvo que cortar con su piquito uno a uno todos los tallos. Cuando acabó, habló muy cansada a sus compañeros:

-¿Quién me ayudará a trillar el trigo?
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, lo trillaré yo.

Estaba muy enfadada con los otros animales, así que se puso ella sola a trillarlo. Lo trituró con paciencia hasta que consiguió separar el grano de la paja. Cuando acabó, volvió a preguntar:

-¿Quién me ayudará a llevar el trigo al molino para convertirlo en harina?
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, lo llevaré y lo amasaré yo, contestó Marcelina.

Y con la harina hizo una hermosa y jugosa barra de pan. Cuando la tuvo terminada, muy tranquilamente preguntó:

- Y ahora, ¿quién comerá la barra de pan? volvió a preguntar la gallinita roja.
-¡Yo, yo! dijo el pato.
-¡Yo, yo! dijo el gato.
-¡Yo, yo! dijo el perro.
-¡Pues NO os la comeréis ninguno de vosotros! contestó Marcelina. Me la comeré yo, con todos mis hijos.
Y así lo hizo. Llamó a sus pollitos y la compartió con ellos.